Salvar el Mar Menor: una urgencia moral, una responsabilidad colectiva
No hace muchos días, concretamente el 5 de junio, Día Mundial del Medio Ambiente, se publicaba en RTVE una noticia titulada “Miguel Ángel Esteve, tutor del Mar Menor: ‘Hemos sacado a la laguna de la UCI y está en planta, pero vulnerable’”. A priori, podría parecer una buena noticia. Quizá incluso un alivio para quienes, desde hace años, seguimos con angustia y tristeza la lenta agonía del Mar Menor. Pero, para muchos de nosotros —ciudadanos comunes, vecinos de la zona, personas que han crecido con la laguna en su vida cotidiana— estas declaraciones, aunque tal vez bien intencionadas, resultan prematuras, peligrosamente triunfalistas… y profundamente inquietantes.
No dudo, en absoluto, de la profesionalidad ni del conocimiento del señor Esteve, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente. Pero habiendo asistido a años de tergiversaciones interesadas, de ingenieros y técnicos que ocultaron o minimizaron la verdad sobre la catástrofe ecológica que sufrimos, y sabiendo que muchos de ellos estaban vinculados o financiados por entidades como la Fundación Ingenio —impulsora y defensora de un modelo agrícola intensivo insostenible— no puedo evitar recibir estas palabras con una mezcla de escepticismo y preocupación.
¿Estamos realmente en condiciones de decir que el Mar Menor ha salido de la UCI? ¿No sería más honesto, más prudente, incluso más útil —de cara a su supervivencia— reconocer que sigue en estado crítico? ¿A quién beneficia este mensaje de “mejora”? ¿No corremos el riesgo de anestesiar a la ciudadanía, de diluir la urgencia, de dar por superada una crisis que ni mucho menos ha terminado?
Un peligroso espejismo
En los últimos veranos, hemos visto cómo la laguna se convertía en un símbolo del colapso ecológico: peces muertos por anoxia, aguas turbias, fondos colmatados, eutrofización imparable. Las causas están más que identificadas por la comunidad científica: el vertido constante de nutrientes, especialmente nitratos y fosfatos, procedentes de la agricultura intensiva en el Campo de Cartagena. No es una cuestión opinable. No es una ideología. Es un hecho objetivo, medido y cuantificado.
"Salvar el Mar Menor no es una locura. Es un deber moral, una urgencia ecológica y una batalla contra la impunidad."
El modelo de regadío intensivo, sostenido por pozos ilegales, trasvases artificiales y fertilización química masiva, ha alterado de forma irreversible la dinámica hídrica y ecológica del entorno. La Rambla del Albujón —convertida en una auténtica autopista de veneno— arrastra cada día miles de litros de agua cargada de nitratos al Mar Menor, empujándolo al colapso. Los acuíferos están contaminados. Los fondos marinos se están rellenando con una arena que no les corresponde. Las playas han sido artificializadas. Y, en lugar de restaurar, seguimos maquillando.
¿Hasta cuándo vamos a mirar hacia otro lado?
Frente a este panorama, lo que más duele es la inacción institucional. La lentitud, cuando no la complicidad, de muchas administraciones. ¿Dónde están las sanciones ejemplares? ¿Dónde están los responsables ante los tribunales? ¿Por qué no se ha declarado a la Fundación Ingenio como lo que es: un grupo de presión al servicio de intereses económicos privados, que actúan en contra del interés público, del bien común, del derecho a un medio ambiente sano?
Algunos podrían considerar exagerado hablar de “ecocidio” o proponer medidas radicales como desmantelar parte de la industria agrícola o incluso devolver el estado físico del entorno a como era antes de su degradación. Pero seamos claros: a grandes males, grandes remedios. No podemos seguir aplicando parches. No podemos permitirnos soluciones tímidas o a medias.
La transformación del Campo de Cartagena en un mar de plástico agrícola ha traído riqueza para unos pocos, y precariedad, sobreexplotación y destrucción ambiental para el resto. El modelo no es sostenible. Ni ecológica ni socialmente. Y lo sabemos. Lo sabe la comunidad científica. Lo saben los técnicos independientes. Lo sabe cualquier ciudadano que mire con ojos limpios la realidad.
Murcia es tierra de secano: asumámoslo
¿Por qué esa obsesión por convertir una tierra de secano en una de regadío intensivo? ¿Por qué seguir ampliando cultivos, reclamando más agua del Tajo-Segura, alimentando un monstruo que está destruyendo su propio hábitat?
Lo que está pasando con el Mar Menor no es un accidente. Es el resultado previsible y anunciado de décadas de decisiones equivocadas, de priorizar el beneficio a corto plazo sobre la salud del ecosistema. De ignorar la capacidad de carga del territorio. De no escuchar a quienes, desde hace años, alertaban del desastre.
Y aún así, cuando alguien propone frenar, parar, repensar… se le tilda de loco, de extremista, de enemigo del progreso. Pero lo verdaderamente extremo es seguir como hasta ahora. Lo verdaderamente suicida es ignorar la realidad.
Alternativas sí hay: hacia una transición justa
Muchos vecinos temen que, si se reduce la actividad agrícola intensiva, se pierdan empleos. Pero no tiene por qué ser así. Las empresas que han acumulado enormes beneficios durante años a costa de este modelo deben ahora asumir su parte de responsabilidad. Invertir en la recuperación ambiental. Reconvertir el empleo. Apostar por un modelo de agricultura regenerativa, de menor escala, más integrada en el entorno. Las ayudas públicas deben dirigirse no a sostener lo insostenible, sino a facilitar esa transición.
“No necesitamos más informes tibios. Necesitamos acción. Necesitamos justicia ambiental.”
Propongo algo claro: que se destine parte de los fondos públicos y privados a contratar a esos mismos trabajadores agrícolas para que lideren la restauración del Mar Menor. Que participen en la retirada controlada de arenas artificiales. Que se recupere el paisaje original, con sumo cuidado, sin dañar lo poco que queda vivo. Que se abran balnearios públicos como alternativa al turismo de playa intensivo. Que se construyan con materiales ecológicos. Que el turismo se reinvente, en lugar de seguir arrasando.
Y sí, hay que hablar de La Manga. Lo que se hizo allí fue una barbaridad. Un atentado urbanístico. ¿Por qué no imaginar su desmantelamiento progresivo? ¿Por qué no soñar con una recuperación del cordón dunar, de la biodiversidad, del equilibrio que nunca debimos romper? Sé que parece inviable. Sé que hay intereses, hipotecas, contratos, propietarios. Pero también parecía inviable —hace décadas— que se reconociera el derecho de un ecosistema a tener personalidad jurídica. Y hoy el Mar Menor es sujeto de derechos.
Coherencia, justicia, responsabilidad
A quienes se oponen a estas ideas, les invito a pensar: si alguien construye su casa en una rambla, y luego una riada la arrastra, ¿debe el Estado volver a ponerla allí, como si nada? ¿O debemos aprender, rectificar, reordenar?
No podemos seguir aplicando la lógica de las preferentes: prometer lo imposible, mirar hacia otro lado cuando todo se hunde, y luego pedir rescates millonarios. El Mar Menor no necesita rescates: necesita justicia. Y necesita verdad.
Una llamada a la acción… y a la esperanza
No escribo estas líneas por capricho ni por rabia. Lo hago por amor. Por amor a esta tierra, a la laguna que debería volver a ser la joya de la corona, a un ecosistema único en Europa que aún puede salvarse si tenemos el coraje de actuar.
Ojalá me equivoque. Ojalá las palabras del señor Esteve sean ciertas, y el Mar Menor pueda soportar el embate turístico del verano sin recaídas. Pero la historia reciente nos enseña que no podemos confiarnos. Que no podemos relajarnos. Que cada verano es una prueba de resistencia… y una oportunidad para actuar.
Lo que propongo no es una locura. Es un acto de responsabilidad. De conciencia. De amor profundo por un lugar que no podemos perder.
El Mar Menor no necesita maquillaje. Necesita cirugía. Y el tiempo se acaba.
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